Hay silencios que florecen en el
agua, como la flor de loto, una semilla que, más allá de su forma o color,
guarda una historia ancestral que atraviesa corazones. Nacida en el barro y
coronada por la luz, la flor de loto se alza con una elegancia serena sobre las
aguas quietas del Sudeste Asiático. En Tailandia, su presencia no solo
embellece los templos o las ofrendas; es también el alma poética de sus campos
acuáticos, espejos infinitos donde la naturaleza se vuelve meditación.
Quien ha tenido la fortuna de
recorrer en barca los campos de loto al amanecer o adentrarse en sus aguas
sobre sus embarcaderos de madera lo sabe: hay algo sagrado en ese instante en
que la niebla se disipa y las primeras luces del sol acarician los pétalos aún
húmedos. El aire es denso de silencio, el agua respira con lentitud, y las
flores se abren como si respondieran a un llamado invisible. Es un espectáculo
silencioso, íntimo y poderoso, que no necesita más palabras que el murmullo del
agua. Todo lo impuro queda abajo, sumergido en el lodo, solo la belleza emerge.
Y quizás por eso el loto ha
inspirado durante siglos a sabios, monjes, artistas y diseñadores. Su estética
es limpia, casi etérea, pero siempre anclada a la tierra. En la moda, se ha
convertido en símbolo de una elegancia que no grita: vestidos que fluyen como
agua, tonos empolvados que evocan el rosa nacarado de sus pétalos, estampados
que recuerdan sus simetrías sagradas. Marcas de alta costura han rendido
homenaje a su forma, pero también a su significado: la capacidad de florecer a
pesar del entorno, de mantener la pureza en medio del caos.
El loto no se impone: invita, sugiere…
Cautiva sin esfuerzo. Quizás por eso su imagen ha recorrido pasarelas y
colecciones cápsula, editoriales de moda y campañas de belleza. Es más que una
flor: es una declaración de principios. Representa la resiliencia, la
transformación, la gracia en la adversidad. Aquello que se levanta sin rencor,
lo que brilla sin quererlo.
En los mercados flotantes de Bangkok, las flores de loto se venden en racimos como amuletos de fortuna. En los templos, se depositan con las manos juntas, en gesto de reverencia. Y en los campos, allí donde la civilización se disuelve en agua y verdor, la flor sigue creciendo, año tras año, como si el tiempo no la tocara. Como si supiera que su verdadera belleza está en recordar a quien la mira que lo esencial no se impone, sino que florecerá, cuando esté preparado, desde el corazón del barro.
2 Comentarios
👏👏👏👏❤️❤️❤️
ResponderEliminar¡Muchas gracias Marian! ❤️❤️
Eliminar