Hay lugares que son umbrales,
portales que nos trasladan a otra forma de disfrutar del tiempo; Baiona, en las
costas gallegas, es uno de ellos. Y su Parador, resguardado por el océano y las
murallas, es su joya más preciada, donde el presente se diluye entre las historias
y la brisa salada del mar. Allí, el rumor del Atlántico no es solo un sonido:
es un lenguaje que susurra en las noches de calma y frío, que ruge cuando el
viento despierta la espuma de las olas contra las rocas.
Llegar al Parador de Baiona es adentrarse
en la elegancia de lo eterno. La piedra de la fortaleza resplandece bajo la luz
del atardecer dorado y centenario. Desde las almenas, la ría se despliega como
un sueño azul, con las Islas Cíes dibujadas sobre el horizonte, como si de un
cuadro se tratase.
Nos instalamos en una habitación
donde la madera cruje con las historias y las ventanas se abren a un paisaje marítimo
que parece pintado a pinceladas. Hay una pausa aquí, un respiro, un paréntesis a
la prisa continua del día a día.
A la hora de cenar nos adentramos
en el restaurante del Parador, un espacio donde la luz tenue juega con las luces
y sombras, mientras la música en directo, de un violín y un violonchelo,
acarician las notas de sonido y sabor de un Albariño bien frío. En el menú, el
sabor del océano contenido en cada bocado.
Entre plato y plato, la conversación se desliza tranquila, cargada de caricias y risas. Hablamos de viajes, de los libros que nos esperan en la mesilla de noche, de las estrellas que se reflejan en el agua helada de la playa. Hay un hechizo en el aire, una sensación de que la vida debería ser siempre así: una cena sin prisas, una copa en la mano, el rumor del mar en la ventana y una mano que te acaricia la espalda.
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