El invierno en San Sebastián
tiene un pulso propio, una cadencia que se desliza entre el rumor de las olas y
el eco de unos pasos que se pierden por las callejuelas del casco viejo. Es un
frío que no intimida, sino que envuelve, que regresa cada año a recordarnos la
belleza de la melancolía.
Donostia despierta bajo un cielo
de ceniza, con una bruma acariciando los contornos de la bahía de La Concha. La
arena, húmeda y oscura, dibuja mapas efímeros con las pisadas de los pocos
valientes que se aventuran a caminar por la orilla, a bañase en su mar. Algunas
gaviotas sobrevuelan el agua inquieta, desafiando la niebla, mientras el
Cantábrico arroja su espuma contra los muros del paseo.
En el puerto, los barcos parecen
dormidos, balanceándose con un hipnótico vaivén. El aroma a salitre y madera
mojada impregna el aire, mezclándose con el olor a café recién hecho que escapa
de las cafeterías que abren sus puertas a primera hora de la mañana.
Más arriba, subiendo la vista
hasta el Monte Urgull, la vegetación crece salvaje y se vuelve de un verde más
oscuro mientras, las piedras de la muralla sostienen el paso del tiempo y la
humedad del invierno. Desde la cima, la vista de la ciudad bajo la bruma es un
espectáculo hipnótico: los tejados rojizos, la silueta de la catedral del Buen
Pastor desdibujada, la playa de La Concha extendiéndose como una promesa
silenciosa.
En las calles del casco viejo, los
adoquines, mojados por la llovizna, reflejan las luces cálidas de las farolas.
Aquí, la vida sigue su curso, con el tintineo de los vasos en las tabernas y el
murmullo de las conversaciones entrelazándose con el sonido de la lluvia. En
los bares, los pintxos aguardan bajo el cristal de los mostradores, mientras
destellan en la penumbra, como si de una obra de arte se tratase.
Llegando al Mercado de la Bretxa,
las manos de los pescadores y los hortelanos trabajan con la destreza de quien
ha nacido en este mar y en esta tierra. Las redes húmedas, el brillo de los
pescados recién traídos, las verduras de invierno en montones perfumados de tierra
y lluvia. Aquí todo habla de una oda a la vida sencilla, al tiempo que
transcurre sin prisa.
Finaliza el día y las diferentes
calles de San Sebastián, nos dirigen a la habitación que estos días llamaremos
hogar. El Hotel María Cristina abre sus puertas como un refugio de lujo y
serenidad. Sus muros centenarios, impregnados de historia y elegancia, invitan
al descanso entre sábanas de algodón y el suave murmullo del río Urumea. Un
rincón donde el tiempo se detiene y el invierno se vuelve cálido, entre
lámparas de cristal y terciopelos envolventes.
Y así transcurre un día de invierno en San Sebastián con una la invitación sincera a perderse entre sus calles, a dejarse llevar con su aroma a mar y degustar sus delicias en más de una taberna local.
1 Comentarios
Se ve que es muy bonito y como lo describres tambien, saludos:D
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